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22 de abril de 2017

[CRÍTICA] Lion: El arte de la publicidad


 Lion, de Garth davis, narra de forma clásica y cronológica una historia real. En ella, un joven indio llamado Saroo se pierde al dormirse dentro de un tren alejándose tanto de su familia que la vuelta resultó imposible. Tras ser adoptado por una pareja australiana, más de una década después el joven utilizará el Google Earth para rastrear el paisaje en busca de su hogar de procedencia y poder volver a ver a su familia. 


Por encima de la etiqueta de “Basado en hechos reales”, el largometraje de Garth Davis poco se esfuerza en crear algo además de la mera y académicamente correcta narración de la historia como se podría encontrar en un artículo o en un libro decentemente escrito. El escaso interés cinematográfico, ausente de la narración, solo se manifiesta en otros aspectos más triviales como el bello trabajo fotográfico. La historia, propicia a ello, está llena de escenas sentimentales y dramatizadas en torno a unos personajes que no dudan en crearse únicamente a partir del melodrama. Así, intérpretes como Nicole Kidman y Rooney Mara dan rienda suelta a una continuidad de escenas emocionales (secuencias especialmente abundantes en la parte australiana del filme) en torno al personaje principal, interpretado por Dev Patel (protagonista de Slumdog Millionaire, 2008). Davis no se conforma con una continua presencia melodramática en torno al personaje principal con su madre adoptiva, su novia o su hermano (también adoptado), sino que la patente emotividad del rostro de Patel no cesa tampoco en sus escenas en solitario. En ellas, quizás por miedo a que el auditorio acuse la intencionada vena épica y lacrimógena del filme, los flashbacks del hogar y de su niñez invaden sin descanso, una y otra vez, la imagen de un protagonista continuamente afectado. 


Cierto es que el tono de telenovela de CaracolTV está mucho más presente en la mitad del filme desarrollada en Australia. La parte de la infancia de Saroo, en India, cuenta con un mayor interés, dado el dramatismo, más realista, de ver a un niño perdido y sus intentos por esquivar los peligros de un mundo cruel y extraño. Sin más personajes centrales, Davis no puede explotar el sentimentalismo como hará después teniendo más relaciones personales a mano, sin embargo, intenta utilizar todas las herramientas a su servicio, incluida una serie casi infinita de insinuaciones pedófilas en el mundo que rodea a Saroo. Quizás, el hambre y la soledad no eran ya elementos dramáticos suficientemente potentes para construir este relato cuya brocha gorda emocional acaba por restarle cualquier interés que no sea meramente propagandístico. Un interés discursivo que se desvía de la intención de retrato social de los más pobres de la India para dejarlo a un lado como mera imagen anecdótica, exclusivamente utilizada para aumentar el melodrama de la historia. La convivencia con la familia adoptiva también está llena de tópicos y lugares comunes en unos personajes que varían desde el amor incondicional que se presupone a la familia hasta el rechazo momentáneo. Una consabida relación afectuosa en forma de chicle cuyo único vehículo es, de nuevo, la creación de escenas de reacciones afectadas.


Con el anuncio final, un rotulo que te informa de la labor de una asociación australiana en favor de los niños sin hogar, comprendemos que la película es lo que pretende. Más que una buena película, que no lo es, un anuncio impecablemente realizado (bonita labor fotográfica de Greig Fraser) para conmover al público hasta el punto de que sienta curiosidad activa por dicha asociación. La explotación de esta historia real es, por tanto, una herramienta de promoción humanitaria inteligente (los reconocimientos que está obteniendo son muestra de su eficacia) pero un producto cinematográfico cuya valor artístico no es superior, ni menos invasivo, que el efecto lacrimógeno que posee una cebolla. 

Por Rafael S. Casademont


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