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15 de junio de 2016

[Crítica] FRANCOFONÍA: Guerra, arte y poder



         Puede que mi carácter no sea tan distinto al de Ignatius J. Reilly, y haga tiempo que haya perdido la pasión por observar, o por lo menos admirar, cualquier proyección cinematográfica que tenga la indecencia de ser expuesta. No lejos de esta noción se encuentra la película de Alexandr Sokurov, Francofonía. Puede que fuera el calor del estío, adelantado varias semanas a su fecha formal de inicio, o el raudo Morfeo, que oculto entre los numerosos pliegues del arquitrabado techo del cine Doré, lanzó su soporífero polvo sobre mis débiles pestañas, que con una fuerza férrea, se fueron cerrando progresivamente en busca de una paz interior que no proporcionaba una sala repleta de personajes de la más diversa condición social y educación. Aunque rompiendo una lanza a su favor, he de indicar que supieron acolchar sus ronquidos y modular su respiración al fin de lograr que mi narcosis transitoria fuera agradable y rejuvenecedora.

Su trabajo ha concluido, no siga leyendo si pertenece a ese público insulso que es incapaz de diferenciar una defecación del verdadero arte. Vaya a sus círculos de sociedad y trasmita la imagen de la película que queda expuesta más arriba, y pasará de ser un pedante ordinario a ser simplemente un ignorante vulgar con aires de falso intelectual (si se me permite el consejo, concluya su exégesis del film con una rimbombante afirmación de que Vértigo y Ciudadano Kane son las mejores películas que el ser humano ha tenido la capacidad de materializar en la gran pantalla, e insulte, con los más divertidos e ingeniosos vocablos y términos que su mediocre mente sea capaz de inventar a Brácula como la peor de todas las películas que se han dignado a aparecer en cualquier cine, aunque fuera el pequeño cine de un barrio humilde donde esa exigua hora y media fuera el único momento de paz y entretenimiento de una familia que no podía permitirse un divertimento mayor o más costoso)


Alexandr Sokurov ya se adentró en las profundidades sentimentales e identitarias de una gran nación en su película El Arca Rusa (2002), donde analizaba la historia de la propia Rusia, usando como espacio el museo del Hermitage, representante de la propia identidad cultural del país de los zares (He de manifestar mi desconocimiento de dicha obra fílmica hasta no hace más de un par de meses, y que diversas labores me han impedido ver su proyección hasta la actualidad). En Francofonía, no obstante, el director ruso abandona las gélidas y húmedas praderas de San Petersburgo para adentrarse en las idiosincrasias místicas de Francia, y por qué no decirlo, también de Europa. El arte almacenado en el museo del Louvre sirve como eje principal para, a través de un doble lenguaje, documental y ficticio, intentar comprender la propia esencia del poder. Sería erróneo catalogar la película como un simple documental puesto que el uso de diversas capas de tiempo, así como el metalenguaje propio del film, le aportan un elemento de ficción que anula cualquier intención de representación realista, manifestando más bien, una idea particular de la construcción identitaria.

El film renueva el estilo documental al escindirse de los parámetros marcados por las grandes producciones televisivas, exiliándose de la idea global de que el documental debe girar en torno a un elemento material, ya sea una persona o un objeto que sirve de excusa para penetrar en un periodo histórico. Sin embargo, Sokurov realiza el camino contrario, nos presenta un periodo: la invasión alemana de Francia durante la Segunda Guerra Mundial como pretexto para introducir al espectador en el ámbito intangible del poder y la identidad. Tratarla como una simple película dramática donde el arte ocupa el lugar central de la acción es errar en el final marcado por su autor, cuya idea principal no es otra que destacar que el museo del Louvre es el reflejo o manifestación artística de los anhelos y pensamientos más profundos, no solo de un individuo o un grupo de ellos, sino de toda una sociedad. El elemento cultural es la esencia misma del film, desde el primer instante su director intenta trasmitir una asociación de ideas sencillas: el museo es el custodio del arte; el arte es cultura; la cultura es la expresión de la sociedad humana; por ende, el museo aglutina y encierra la propia identidad nacional de una sociedad. Los fantasmas de la trinidad revolucionaria (Igualdad, libertad y fraternidad) y Napoleón son los representantes de esa identidad que deambulan fantasmagóricamente entre los pasillos de un edificio que no solo alberga, sino que es propio observador, del desarrollo histórico de Francia.


Pero ¿dónde radica la relación de la cultura con el poder? La sociología nos enseña que toda élite política genera un sistema de doble coerción: física y psicológica, como medio de mantener el poder. La retroalimentación entre ambas es esencial para el funcionamiento y el mantenimiento del poder, en unas sociedades donde el propio poder es fluctuante y cambiante. La coerción física es patente a través del empleo de la fuerza como forma de represión, mientras que la coerción psicológica se sirve de símbolos y de un lenguaje concreto como medio de alcanzar la sumisión del resto de la comunidad. Si el empleo de la fuerza física permite el control a corto plazo, a largo plazo su mantenimiento se hace inviable, lo que supone la necesidad de crear todo un corpus simbólico, que no es más que la proyección de la hegemonía cultural de la élite, que permite adulterar, manipular y transformar la identidad introduciendo en ella los aspectos y las nuevas ideas que aseguren el control por parte de la élite hegemónica. En esta idea la cultura ocupa un lugar destacado, en cuanto puede construir un imaginario colectivo lo suficientemente potente como para adaptar y controlar al resto de la población. La película aborda esta realidad a través de la representación de la invasión nazi, donde la aniquilación de la identidad nacional, protegida en el museo de el Louvre, se presenta como la acción más eficaz para mantener el control de una Francia rendida pero no derrotada.



No es un film sobre el nazismo, ni siquiera sobre la Segunda Guerra Mundial, es una película sobre la cultura y su influencia sobre la sociedad, así lo transmite su autor a través de la ruptura del espacio y el tiempo, haciendo avanzar al espectador en diferentes niveles históricos: el pasado, el presente y el futuro, llegando a interactuar con los propios personajes. Poco importa que el director sobresalga del muro que separa al narrador omnisciente de los personajes, relatando cuales fueron sus fracasos y errores, pues sus propias biografías no son relevantes para la narración. 


El futuro, con cierto pesimismo, es presentado como un tiempo de incertidumbre, de peligro constante donde toda sociedad conocida es destruible si el arca que alberga los símbolos del pasado es hundido en un mar tempestuoso y embravecido. Fue Poseidón, quien enfurecido contra Odiseo, lo condenó a un periplo de olvido, donde perdió la noción de sí mismo y su identidad, pero para Sokurov, no son los dioses omnipotentes del Olimpo quienes pueden condenar al ser humano, sino que es su propia ignorancia la que le puede llevar a hundirse en el mar del olvido.
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