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1 de enero de 2015

Jauja: La tierra prometida del cine



Probablemente la mayor obra de arte cinematográfica del ya finalizado 2014. Jauja, del argentino Lisandro Alonso, supone una obra de belleza única y dimensiones desconocidas. De nuevo, gracias a películas como Jauja queda de manifiesto que, en  el cine, aún hay mucho por descubrir.


La película, protagonizada por un descomunal Viggo Mortesen, nos sitúa en la Patagonia, en los tiempos de la colonización donde los militares exterminaron a las tribus aborígenes de la zona. Mortesen encarna al Capitán Dinesen, un militar Danés, que viaje con su hija a estos apartados lugares del globo como única compañía. Su bella hija Ingeborg se fuga una noche con un joven militar. A la mañana siguiente, El capitán emprenderá, en solitario, la búsqueda de su hija por el inmenso desierto de la patagonia que  parece haberse tragado a su hija igual que al desaparecido Coronel Zuluaga, un militar, ya legendario, cuya historia se mezcla con la leyenda.


Lisandro Alonso propone una película única (co-escrita con el poeta Fabián Casas), puramente sensorial, llena de misterio y grandeza universal que nos hacen sentir como su protagonista. De esta forma Jauja viaja, como la legendaria tierra que le da nombre, entre distintas épocas y lugares, entre la realidad y el sueño, entre la metáfora histórica y la pura poesía, entre el western de John Ford y el cine más vanguardista.


Otro de los pilares de la película es su director de fotografía, el gran Timo Salminen, uno de esos profesionales que demuestran que los diferentes departamentos cinematográficos merecen una autoría semejante a la de director. Especialmente conocido por su extraordinario trabajo con Aki Kaurismäki, Salminen dota a la película de su personal paleta de colores, regalándonos un cielo asombroso, una reminiscencia al technicolor, al cine de Ford y, sumando todo ello, un concepto fotográfico único en belleza a medio camino entre realista y onírico.


Otro concepto fundamental en lo que Jauja acierta por completo es en su formato, el académico del cine clásico, 1'37, pero con la novedad de tener las esquinas redondeadas, que pese a esencial para el film, no respeta ni su propio trailer. Un concepto de iris que, además de situarnos bellamente en el imaginario de los daguerrotipos procedentes de la época, da la constante sensación de estar mirando a través de una bella ventana durante toda la película. Un pequeño experimento de formato que también recuerda a los cierres de iris en el cine mudo.

Además de su belleza formal, lo que situará Jauja en la historia del cine es su tramo final, donde la película nos descoloca, nos pierda y nos hace viajar por  todas las dimensiones conocidas, haciéndonos pensar y replantearnos, no solo el lugar de la película en el espacio tiempo, sino el de nuestra noción de existencia. Se podrían dar muchas pistas sobre las posibles rutas de los personajes de Jauja, el perro, la brújula o el soldadito de plomo pero, sin duda, es mejor no saberlas, adentrarse en ella y perderse en el desierto que todo lo traga, como el Capitán Dinesen, Ingeborg o Zuluaga.


Una película en forma de poema, de ensayo metafórico, que puede ser odiada igual que amada, que hay que sentir y observar, para luego, si se quiere, pensar. Un auténtico oasis en el desierto haber encontrado al fin, la tierra de Jauja.


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