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11 de diciembre de 2016

[CRÍTICA] Paterson: Vida, poesía y cine




Paterson es, ante todo, una película sobre la belleza poética de la vida. La vida se puede entender como una simple serie de tiempos, sucedidos uno tras otro, entre el nacimiento y la muerte. Casi la totalidad de su contenido es, por tanto, repetitivo y rutinario. Un tercio durmiendo, el otro trabajando, estudiando, ingiriendo cualquier tipo de alimento y transportándonos de un sitio a otro. Por mucho que nos esforzamos, ese pequeño rato de vida aún por determinar acaba por caer en la rutina de la repetición salvo honrosas excepciones. Como el hombre, siempre tan trágico, busca la felicidad en lo que no tiene, hemos deducido que la buena vida, la belleza y lo valioso está justo en ese momento tan escaso y esquivo de lo extraordinario.


El protagonista de la nueva película de Jim Jarmusch se llama, al igual que la ciudad y la propia película en la que habita, Paterson. Interpretado de forma natural, minimalista y llena de delicados pero expresivos gestos por Adam Driver, Paterson es un conductor de autobús que gasta sus tiempos libres en convertir sus pensamientos en poesía. Como referencias directas, la película nos cita a William Carlos Williams, médico y poeta, autor de un gran poema sobre su ciudad, también titulado Paterson (publicado en 1946) y personaje espejo del protagonista en el que mira el largometraje para reflejar en él a su poeta contemporáneo. La película se estructura en torno a una semana de la vida de este personaje, parco en palabras orales, que amanece cada día en la cama, durante los siete días de la semana, al lado de su bella esposa Laura. La joven, interpretada con asombroso encanto por Golshifteh Farahani, también debe su nombre en un todo metatextual a la amante sobre la que escribía Petrarca, referencia que ella misma nos recuerda en la película.


Podríamos seguir acumulando información sobre la vida de este hombre de New Jersey, decir que pasea cada noche a su bulldog hasta el mismo bar para tomar una cerveza, señalar también que Laura está obsesionada con decorar todo en torno a patrones blancos y negros, pero esto, en un simple texto crítico, sería simple acumulación. A medida que estos días amanecen, uno tras otro, abriéndose de nuevo con el mismo plano cenital de la joven pareja durmiendo plácidamente en la cama y, al igual que los encadenados que nos indican el deambular de Paterson en su ruta diaria, vemos que Paterson (la película), como la vida, es una repetición rutinaria.


Petrarca, William Carlos Williams (aka “Carlos William Carlos”) e incluso Allen Ginsberg, también de la ciudad de Paterson, aparecen citados en esta suerte de vida ordinaria y poética. En ella, los gemelos que pueblan toda la película con sus idénticas apariencias físicas acumulan poco a poco un contenido mágico, llámese (al fin de forma pertinente) poético, sin que pase nada especial, con el simple pasar de los días. Una de esas gemelas también parece duplicarse con el poeta protagonista, esta vez hablamos de una niña cuyo ídolo no es el médico y poeta de Paterson sino, muy convenientemente, Emily Dickinson. Es al final, cuando nos encontramos en, por decirlo con cierta sorna, el anticlímax, cuando el actor Masatoshi Nagase, protagonista de Mistery Train (Jim Jarmusch, 1989) aparece como otra intervención poética, esta vez metacinematográfica, citando con su presencia a toda la filmografía de Jarmusch y, por ende, al propio cineasta. Algo, por otra parte, que ya se había apuntado con la breve aparición de un recorte de periódico sobre Iggy Pop que nos remite, inevitablemente, a su otra obra reciente, el documental Gimme Danger (Jim Jarmusch, 2016).


Al igual que el pasar de las imágenes, cuyo ritmo parece desvanecerse en una pacífica sucesión similar al fluir del agua de la cascada de Paterson, mediante encadenados, fundidos y cortes invisibles, la poesía, literalmente hablando, puebla los diálogos. Ron Padgett es el verdadero autor detrás de los textos que escribe Paterson sobre su amada. Versos que acompañan en off a las imágenes mientras el protagonista las escribe en su cuaderno secreto. Las escuchamos recitados con voz profunda y grandes pausas por Adam Driver mientras se dibujan en la propia pantalla. De esta forma tan delicada y orgánica, el sentido y la emoción de esos escritos se hace palpable en la película junto a las imágenes que, más que trasladar el sentido de las mismas con una puesta en escena forzada, refuerzan su contenido respetándolas, dotando al espectador del tiempo y el espacio suficiente para que paladeé adecuadamente estas preciosas evocaciones de escenas cotidianas.


En esta vida, Paterson y Laura se aman profundamente, así se desprende del reflejo de cualquiera de los ocho planos cenitales de los jóvenes amantes en la cama. Ambos viven una vida corriente y sin más sentido que el paso de los días. Ambos, también, se refugian en el arte, Paterson en la poesía, Laura en todo lo que se nos pueda ocurrir. Ambos incitan al otro a continuar alimentando su faceta artística, creyendo o no en el talento de su cónyugue. Al acabar, sin embargo, sabemos que lo importante no es, como en muchos otros relatos, el conseguir triunfar para salir de esa vida “insignificante” mediante la notoriedad que proporciona el triunfo artístico. Paterson no escribe para “triunfar” en la vida (sí es que eso existe) sino para vivir en sí mismo. La vida sigue cada día igual, igual de ordinaria que una cerilla capaz de alumbrar ante ti el rostro que verás cada día al despertar.

Con Paterson estamos, sin miedo a decirlo, ante una obra maestra.


Por Rafael S. Casademont


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Colaborador
Israel Vivar

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